Cristina Losada, autora de ‘Un sombrero cargado de nieve’: “La aventura sólo es aventura cuando termina y te la cuentas”

 

“El hombre es un espíritu errante, pero necesita un hogar. Y ese hogar al que me refiero es algo más que las cuatro paredes y el techo”.

Por Carmen F. Etreros.

 

En el año 1980, en plena transición española,Cristina Losada una joven periodista decide dejar de trabajar en un periódico y sin preparar gran cosa, pide una excedencia y se marcha de España. Cristina se lanzará a una larga aventura a bordo del Transiberiano con un compañero de viaje llamado Augusto.  Ese será el comienzo de un largo viaje que dura siete años, en el que visita países como Japón, Filipinas o Nueva Zelanda, pasa largas temporadas en distintos países sudamericanos y caribeños e incluso recorre el continente africano. Esta semana llega a nuestras librerías publicado por la editorial Stella Maris Un sombrero cargado de nieve en el que cuenta su experiencia. Hablamos con Cristina de sus viajes, de sus experiencias y de su intenso libro.

P. ¿De dónde nace Un sombrero cargado de nieve?

R. Nace de mi experiencia de siete años de vida errante en la década de 1980. Fue una huida a la que se puede aplicar esto de Montaigne: “A quienes me piden cuentas de mi viajes suelo responderles que sé muy bien de qué huyo, pero no qué busco”. Yo huía de los vestigios del mundo al que yo había pertenecido y que desapareció a finales de los 70, el de la política clandestina y revolucionaria con sus creencias absolutas y equivocadas. Había perdido mi lugar, me sentía desorientada y angustiada, y decidí marcharme de España. Cuando lo hice no tenía la menor idea de que iba a estar tanto tiempo rodando por el mundo en busca de algo que no era capaz de definir. Mientras lo hacía, no pensaba en escribir sobre ello, a pesar de que una de las pocas cosas que llevé en mi primera escapada fue un proyecto de novela, el cual, por cierto, no tenía ni pies ni cabeza; eso sí, me causó problemas en una frontera, la de la Unión Soviética. Al cabo del tiempo, cuando las vivencias se filtraron y quedó su poso,  aquello que había visto y vivido en esos siete años me pareció tan extraordinario que tenía que contarlo. Primero quise tratarlo como material literario, pero finalmente decidí contarlo directamente, como unas memorias en las que el viaje interior sirve de nexo de un viaje exterior necesariamente fragmentario.

P. Un sombrero cargado de nieve es en el fondo un viaje, una aventura, ¿qué descubriste en esas tierras?

R. Hice mi propio descubrimiento del mundo. Y no tanto o no sólo de su belleza natural, sino sobre todo de los seres humanos, tan diferentes y tan similares, vivan en el gigantesco hormiguero de Tokio o en una aldea en una isla filipina. Descubrí las delicias de ser extranjera, de mirar desde fuera, por así decir, y a la vez descubrí que era irremediablemente europea. Ciertos clichés se resquebrajaron. Yo estaba entonces entre los europeos que iban a países poco desarrollados, a países pobres, esperando encontrar allí una autenticidad y una vida más simple y feliz de la que pensábamos que teníamos nosotros. Pero resultaba que la gente común de aquellos países quería vivir como nosotros, tener aquello que dábamos por garantizado y despreciábamos o criticábamos. En cierto modo, estábamos bajo el hechizo del anhelo “primitivista”, como lo llama el historiador Jacques Barzun, quien dice en “Del amanecer a la decadencia” que cada tanto aparece el deseo de “despojarse de la compleja organización de una cultura avanzada”.

P. ¿Cómo cambió esa experiencia tu vida? ¿Qué fue lo más te influyó?

R. La experiencia le transforma a uno de una manera que difícilmente puede explicar. Intuye que ya no es el mismo de antes sin que pueda precisar en qué ni cómo. Al final de esos años errantes yo me preguntaba sobre el valor de la experiencia, si las experiencias, en definitiva, no pierden valor cuando se acumulan. Sentía una fatiga de experiencias. Además, me parecía que lo que había hecho no tenía ningún sentido, que había perdido miserablemente el tiempo. Pero el sentido de lo que uno vive no suele aparecer en un letrero al término del camino. Yo tuve la sensación paradójica de que había acumulado una serie de experiencias inútiles, efímeras y, sin embargo, preciosas. De ahí la imagen del sombrero cargado de nieve, que he tomado de un haiku de Basho, el poeta y viajero japonés del XVII.

Al regresar, algunas personas me preguntaban si la experiencia me había servido para conocerme a mí misma, cuando en realidad yo había huido para desconocerme. Intenté hacerme otra vida en otros lugares, y viví en cierto modo distintas vidas, aunque no logré darles continuidad. Sólo empezaba una y otra vez. Quizá podía haberme hecho otra vida en otro país, pero tuve que aceptar que tenía que hacerme una vida entre los restos de la anterior. Si acaso, el mío fue un aprendizaje sobre los límites, sobre la inexistencia de posibilidades ilimitadas, y sobre el valor de esos límites: El hombre es un espíritu errante, pero necesita un hogar. Y ese hogar al que me refiero es algo más que las cuatro paredes y el techo.

Curiosamente, el sitio donde fui plenamente consciente de los límites, aunque en un sentido puramente físico, fue en el desierto, allí donde parece no haberlos. Cuando terminaba una accidentada travesía del Sáhara con dos viejos coches que queríamos vender en el África subsahariana, percibí los límites: no se puede hacer todo lo que uno se propone. Los elementos nos habían vencido. Pero la aventura consiste tanto en lanzarse a lo desconocido como en enfrentarse a algo que es más grande que uno.  Sólo que la aventura nunca lo es mientras la vives, mientras la padeces, mientras luchas contra mil y un contratiempos. La aventura sólo es aventura cuando termina y te la cuentas.

“La aventura consiste tanto en lanzarse a lo desconocido como en enfrentarse a algo que es más grande que uno.  Sólo que la aventura nunca lo es mientras la vives, mientras la padeces, mientras luchas contra mil y un contratiempos. La aventura sólo es aventura cuando termina y te la cuentas”.

P. ¿Cuál era tu intención al escribir el libro?

R. Quería evocar el mundo que yo vi, los personajes con los que me crucé, los episodios vividos. Reflejar, aunque fuera sólo un reflejo pálido, el esplendor y el colorido del mundo, particularmente del mundo humano. Y quería, al mismo tiempo, narrar una historia que no sé si es común, pero no será exclusiva, de lo que sucede cuando uno se pierde, cuando pierde su lugar, cuando pierde el rumbo, e intenta encontrar otro sin disponer de mapa ni brújula. Aunque en mi caso, lo hiciera moviéndome por el mapamundi.

LA_VULELTA_portada.inddP. ¿Cuáles son tus planes de futuro en cuanto a la escritura?

R. Como supongo que todos cuantos se dedican a escribir en cualquiera de sus formas, he tenido el deseo de escribir novela. Pero la literatura propiamente dicha requiere, pienso, la dedicación de toda una vida. Me temo que no sabría escribir una novela que estuviera a la altura de mis exigencias, y me siento más en mi terreno en la no ficción. En una hibridación de géneros que parta de esa premisa.

Me tienta trabajar dos materiales que lindarían, de nuevo, con el género de las memorias. Uno, sobre los años de clandestinidad en el tardofranquismo, en los 70. Son un asunto y una época que se han mitificado mucho, y sobre los que circulan toda clase de ideas erróneas. El otro proyecto que me interesa está relacionado con la vida de la generación de mis padres, de los que nacieron poco antes de la guerra civil. Pero no querría de ningún modo escribir otra historia más sobre la guerra. De niña lo que más me gustaba era que mis padres contaran cómo vivían ellos cuando eran niños y jóvenes. Es un mundo de ayer que me atrae enormemente. Pero no sé aún cuál sería la forma de escribir sobre él.

 Publicada en TopCultural

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